Jade Goody, definitivamente, no tenía nada: hija de una madre drogadicta, persona totalmente iletrada, de conducta reprochable,... Pero ya avisaba Marcuse de que en la cultura puede desarrollarse un pensamiento negativo que pretenda subvertir los principios no materiales de las condiciones de vida vigentes. ¿Qué facilitó el ascenso de Goody a las más altas cotas de popularidad? ¿Qué clase de fantasía promueve que la barrera entre lo público y lo privado se destruya, anclando lo privado a la intención del inmediato espectáculo público? Jade Goody, de la que nadie hubiera acertado que pudiera aspirar a nada, terminó por encarnar el ejemplo de vida y muerte que todo ciudadano de nuestro tiempo debería admirar. Muchas veces se le puso la etiqueta de la primera gran estrella de la telerrealidad. Quizás sería más correcto denominarla como la primera gran mártir de la industria cultural.
Sin lugar a dudas, el público se sentía identificado con Goody. Su analfabetismo y ausencia de tacto conectaban con el ello freudiano del espectador, con sus más recónditos instintos. Fama, dinero, atención de los mass media,... la figura de Goody, insertada en el seno de la teoría acerca de la industria cultural de Adorno y Horkheimer, representaría el objeto más vendido en la nueva producción de la demanda de ítems. Las empresas mediáticas, como afirmaban los estudiosos de Frankfurt, fomentan la aparición en la oferta de aquellos productos culturales que son tendencia en los fluidos internos que engrasan toda sociedad.
Pero la construcción de personajes célebres, proceso en el cual el caso concreto de Goody es sobradamente ilustrativo, juega con una ficha más. Al cruce de diversas características de los bienes de moda- valores como la rebeldía, el sueño de ascensión de status, la falta de una moral occidental clásica instaurada,...- se le suma el elemento antropomórfico. En otras palabras, Jade Goody no contaba meramente con el valor estético propio de la obra material comercializada, sino que en ella cada uno encontraba algo humano que también era inherente en él mismo. Los profesionales del periodismo de todo el mundo supieron como hacer de Goody una máquina generadora de necesidades humana, un expendedor de demandas emocionales que después se entregaban al público como si fueran, en realidad, sus demandas.
Hasta aquí una breve exposición de la funcionalidad de celebridades artificiales en el comportamiento de las redes de la industria cultural. Concluiremos que Jade Goody es un producto mediático y estandarizado, creado a imagen y semejanza de un espectador que cree consumir el alivio a unas necesidades que han aflorado de sus entrañas. La valoración ética de todo este asunto resulta ser arriesgada y compleja. Tan sólo se propondrá desde aquí un pequeño bosquejo de reflexión.
Si entendemos por estar bajo las cuerdas de la industria cultural el dejarnos guiar por sus preceptos de producción y oferta, ¿cómo deberíamos pensar acerca de participar como producto en dicha industria? ¿Qué valor tiene el comerciar con toda la vida de uno y vendérsela al gigante mediático para que se la revenda a un público popular? ¿Es esta otra de esas novísimas enfermedades de nuestro siglo: el afán de protagonismo y lucro a cualquier costa? ¿O acaso es un viejo mal que ha evolucionado y reaparece con crecimientos cuantitativos y cualitativos? El riesgo de la representación masiva de los valores humanos es similar al que corre la cultura comercializada: lo monetario es lo que acaba por primar; mientras que cualquier otro sentido albergado por los elementos antropomórficos que se citan en el producto queda reducido a la trivialización.
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